¿QUÉ ES UN MONJE?
Por el Canónigo Jacques Leclercq
Ante todo, dejémonos de literatura. La palabra “monje” tiene una resonancia que agrada a un cierto número de hombres de letras, especialmente a aquellos que no saben lo que es. Entonces se califica de monje a todo hombre que lleva un hábito religioso. Pero “monje” tiene un sentido preciso, técnico, y esta palabra no se usa más que en la Iglesia Católica.
Acabamos de hablar de hábito religioso. La palabra “religioso” es el término genérico que designa a todos los que se consagran a Dios en la vida común, por una parte, y por otra que lo hacen por los votos llamados “de religión”: castidad, pobreza y obediencia. A principios de siglo, se hablaba también mucho (en Francia) de los “congregacionistas” y de “la Congregación”. Esta era un especie de fantasma, un atrapabobos para anticlericales eruptivos. “La Congregación” no existió jamás, pero existen congregaciones. Este es otro término técnico. En la Iglesia católica, se llaman congregaciones las agrupaciones religiosas de importancia secundaria. Es una noción jurídica, del Derecho canónico, que es el Derecho de la Iglesia. Las congregaciones son las agrupaciones religiosas de importancia secundaria y las agrupaciones principales son “órdenes”. El estatuto jurídico es distinto, pero estos son matices que sólo los iniciados conocen y cuya importancia sólo los interesados aprecian.
No todos los religiosos son monjes. Los monjes forman una categoría especial de religiosos . En nuestros días, están casi todos agrupados en la “orden monástica”, que es la orden benedictina.
Pero aquí también hay que ir con cuidado. La orden benedictina reúne a todos los religiosos que siguen la Regla de San Benito; pero hay varias órdenes benedictinas a la vez. Los principales son los que se llaman “benedictinos” o benedictinos negros, por una parte, “cistercienses” o benedictinos blancos, por otra parte. Y cada una de estas órdenes se subdivide, los benedictinos negros en “congregaciones” que adaptan la Regla de diversas maneras. En Francia, la congregación de Francia, que tiene su casa madre en Solesmes, agrupa la mayoría de las abadías francesas; pero la abadía de La Pierre-que-Vire y sus filiales forman parte de la congregación italiana de Subiaco... Los cistercienses forman dos órdenes, los cistercienses reformados, generalmente llamados “trapistas”, por el nombre de la abadía de la Trapa que en el siglo XVII fue la sede de una gran reforma, y luego los cistercienses no reformados, que prefieren llamarse cistercienses “de la común observancia”. Y hay aún otros grupos benedictinos que forman órdenes independientes, como olivetanos, los camaldulenses...
Todo esto es horrorosamente complicado. El profano se pierde aquí. Fijémonos sólo en que todos, cualquiera que sea el nombre que lleven, siguen la Regla de San Benito. Hoy día, el monje es el benedictino.
Y ahora ¿qué es un monje? La diferencia entre el monje y los otros religiosos es que el monje entra en el “monasterio”, la casa de los monjes, únicamente para buscar a Dios. Según la expresión de San Benito, el monasterio es “una escuela al servicio del Señor”; esto es todo. Se encuentra en el monasterio para servir a Dios, porque se desea servir a Dios, porque uno ve que servir a Dios es el único sentido razonable de la vida y lo deja todo por esto.
Todas las órdenes religiosas, es verdad, buscan el servicio del Señor, pero la mayoría lo buscan en una modalidad determinada. Por ejemplo, Santo Domingo, en el siglo XIII, fundó los Hermanos Predicadores, porque la gran necesidad de la época era predicar la palabra de Dios; igualmente, San Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, fundó la Compañía de Jesús para poner buenos sacerdotes al servicio de la Iglesia. El monje no busca nada de todo esto, por lo menos de modo principal. El busca a Dios; entra en la “escuela del servicio del Señor”; tal es su objetivo; y luego hará todo lo que se le mande.
Es pues, Dios únicamente y directamente lo que el monje busca. Uno se hace monje porque oye un día el llamado de Dios a buscarle sólo a El. En esta vocación, la llamada de Dios y servicio de Dios no aparecen envueltos en una forma definida del servicio de Dios, por ejemplo el ministerio sacerdotal o la enseñanza. Aparece en su desnudez. Uno se retira al monasterio para buscar a Dios: Esto basta.
El monje es pues un contemplativo; es el contemplativo en la Iglesia, Su vida no tiene otro sentido que buscar a Dios, y por esto entre en la escuela del servicio del Señor.
Buscar a Dios: Una expresión que no tiene sentido para la mayoría de los hombres. La mayoría no buscan sino los bienes de la tierra, y en primer lugar una vida lo más larga posible. Dios si admiten que existe, no es alguien que haya que buscar, sino algo que hay que utilizar. Se dirigen a El cuando tiene necesidad de algo; se le dicen algunas oraciones para estar más seguro; pero ¿buscar a Dios? ¿Qué sentido puede tener tal propósito? Estando yo un día en una abadía de trapenses un militante de acción católica que había venido a verme me dijo, un tanto inquieto por las largas horas de oración que los monjes pasaban en el coro: “¿Pero qué le podrán estar pidiendo a Dios durante todo este tiempo? Yo, cuando tengo algo que pedir, en un momento he concluido”.
Los monjes habitan “monasterios” o “casas de monjes” y los monasterios importantes son: “abadías” o casas dirigidas por un “abad”, superior nombrado de por vida y que gobierna al modo de un padre de familia.
Pues un monasterio es esencialmente una familia, una familia religiosa. El monje entra en un monasterio y lo hace para siempre No entra en la orden, dispuesto a ser enviado de una casa a otra según las necesidades del ministerio, tal como se hace en la mayoría de las órdenes. Entra en una casa, en una familia monástica, a fin de pasar en ella la vida buscando a Dios.
Un monasterio, una abadía: si va usted una Abadía, no hable de “convento”; es una incorrección, algo así como si hablara usted de “posada” a propósito de un hotel de 300 habitaciones.
La abadía es una familia monástica, o también una ciudad de Dios. Los conventos, en las demás órdenes, son generalmente casas de dimensiones reducidas, bases de acción que cuentan con 10 a 20 religiosos. “Convento” es el término genérico; viene del latín conventus, que designa una casa donde se vive en comunidad. En este sentido, la abadía es un convento; pero entre los conventos es una casa muy particular. No es un punto de partida de acción apostólica, es una casa de familia, no se entra en ella para actuar sobre el mundo, sino para obrar sobre sí mismo, escuela del servicio del Señor.
Por esto los monasterios se encuentran en general en lugares desiertos. No buscan un ambiente humano para trabajar sobre él, sino la soledad donde puedan trabajarse a sí mismos y buscar a Dios. El ideal del monasterio es formar un todo autosuficiente y en donde pueda vivirse olvidando que el mundo existe. En los trapenses especialmente, que miran de seguir a la letra las prescripciones de San Benito, la jornada termina a las 7 de la tarde y comienza a las 2 de la madrugada. Cuando se pasa con ellos algún tiempo, uno acaba perdiendo el sentido del horario que se observa en el mundo. Incluso no siguiendo el de los monjes más que muy de lejos, uno llega a tener poco a poco la impresión, hacia las 9 de la noche, de que es muy tarde y tendría que esta ya acostado, y si se levanta a las 5 de la mañana tiene la impresión de que se le pegaron las sábanas de modo vergonzoso...
Pero el monasterio no se hizo para los que salen de él. Cuando se entra en él, es por toda la vida y el monasterio vive sobre sí mismo, pues es una escuela del servicio del Señor y el mundo es una escuela del servicio del cualquier cosa menos del Señor. Así el ideal del monasterio es formar lo que se llama en economía una “empresa completa”, una entidad espiritual y material que se basta a sí misma. Los novicios hacen el noviciado en el monasterio; los monjes jóvenes cursan sus estudios en el monasterio; antiguamente el monasterio producía todo cuanto le hacía falta para vivir, no sólo espiritualmente, sino materialmente; y los monasterios eran enormes. Contaban a veces centenares o hasta varios miles de monjes. Hoy se ha vuelto de proporciones más modestas, pero para que un monasterio sea capaz de asegurar a sus monjes el conjunto de lo que le das de proporcionar, sigue siendo deseable que congregue alrededor de un centenar de monjes. En muchos monasterios se encuentra todavía un hermano sastre que hace los hábitos, un hermano zapatero para el calzado, un hermano encuadernador para la biblioteca. Sin embargo, la economía de nuestro tiempo obliga a comprar más cosas fuera. Los hábitos ya no se hacen en lana de las ovejas del monasterio, hilada y tejida en casa....
Los monasterios son, pues, grandes casas. Aquí, otra vez, cuidado con las palabras: monje viene del griego monos, que significa solo. Etimológicamente, pues, es solitario, y el monasterio sería, cosa curiosa, una casa que reúne solitarios. Y el solitario es lo que llamamos un ermitaño. En los primeros siglos de la vida religiosa, se distinguió la vida eremítica de la cenobítica. Cenobítica viene del griego Koinós que quiere decir común. Los monjes viven en común; son cenobitas. ¿Cómo son, pues solitarios? Sin duda, porque entran en el monasterio para encontrar una escuela del servicio del Señor. Se va a la escuela para sí mismo; no se va instruir a los compañeros. El monje entra en el monasterio para buscar a Dios. Esto es todo; no entra para asociarse a una obra.
Y sin embargo, la abadía es una obra, como toda familia. Lo es en el más alto grado; irradia a Dios en el mundo; proclama a Dios; es en sí misma una afirmación de que nada tiene valor en el mundo si no es por Dios, en Dios, y que lo más necesario de todo es manifestar la primacía de Dios. Pero el joven, o incluso al anciano que se hace monje, no es esto lo que interesa. El busca una escuela al servicio del Señor, una escuela en que se le enseñará a servir al Señor, a alabarle dignamente, una casa donde vivirá en el Señor.
Se tiene una imagen de esto al asistir a un oficio en un monasterio fervoroso. Los monjes entran lentamente, en larga procesión, de dos en dos, con las manos en las mangas, bajos los ojos. Nadie vuelve los hacia la nave. Esta puede estar llena de príncipes o de arzobispos, o, en nuestros días, de presidentes o sindicatos o de ministros; ningún monje se aparta de su oración interior.
Otra imagen se halla en las comidas en el refectorio, donde los monjes reciben con facilidad a los huéspedes. Se empieza por una larga oración salmodiada; se continúa por una lectura y se termina otra vez por una larga oración. Entretanto, se sirvieron unos platos. Cuestión accesoria; es el Señor lo que se busca; es del Señor de quien se ocupan.
La vocación monástica. Yo era profesor de tercero de latín y había estado hablando de la oración a mis alumnos. Algún tiempo después, uno de ellos, un muchacho de catorce años, me vino a ver y me dijo: “Quisiera aprender a orar”. Después ya no le vi más. Un día, me lo encontré que había terminado la retórica y le pregunté que iba a hacer. “Entro al seminario”, me dijo. “Vaya – respondí - creí que iba usted a hacerse benedictino” . Pareció muy sorprendido. “Nunca he pensado en ello”. Hay que añadir que estábamos en un colegio episcopal, que había vivido siempre entre sacerdotes diocesanos y que tenían un hermano en el seminario.
Entró en el seminario, estuvo allí varios años. Poco antes de ordenarse, vino a verme otra vez. “Tenía usted razón – me dijo – entraré en los benedictinos”.
La vocación monástica es una vocación bastante rara, porque la vocación no se presenta generalmente bajo esta forma desnuda. Toda vocación religiosa es vocación a consagrarse a Dios; pero la mayoría de las veces esta vocación está envuelta en un deseo de apostolado, de ir a las almas, de servir a la Iglesia en sus obras. Los monjes apenas pasan de 20.000 en el mundo entero, en tanto que los sacerdotes diocesanos son más de 40.000 en solo Francia. Y hay 40.000 franciscano, 30.000 jesuitas, etc.
¿El monje no hace, pues, más que rezar? No, hace de todo, pero de un modo especial y ante todo reza, porque es por la oración que se forma y se manifiesta esencialmente la unión con Dios. Pero luego se entrega a todas las obras que el servicio del Señor le pide.
En el capítulo IV de la Regla, San Benito enumera los “instrumentos de las buenas obras”. Son todas las formas de actividad benéfica concebibles. Añade tan sólo: “Pero el taller en que debemos trabajar diligentemente con todos estos instrumentos, es el claustro del monasterio con la estabilidad en la comunidad”.
El monje que vive en Dios se entrega a todas las obras de perfección que Dios le pide, pero en su casa: acoge todas las necesidades espirituales y materiales; pero las obras no son más que el desagüe por donde rebosa su en Dios. En Dios está su espíritu y su corazón; hacia Dios dirige su mirada. “Buscad el reino de Dios y su justicia; el resto se lo dará por añadidura”. El monje busca a Dios; es por la búsqueda de Dios que vino al monasterio. Cuando se busca a Dios, se busca al reino de Dios; y cuando se busca el reino de Dios, se busca la justicia de Dios; el resto viene por añadidura. El resto es un espíritu, es un clima, un ambiente, una atmósfera, que sopla desde el monasterio y se difunde por el mundo. ¿Cómo? No sabríamos decirlo. Sin duda por aquellos que vienen al monasterio y hablan de él. ¡Cuántos libros cuentan las impresiones de huéspedes de los monasterios y se difunde por el mundo! Y también porque la gracia se esparce por el mundo por un soplo espiritual que los ojos del cuerpo no ven y que los oídos del cuerpo no oyen.
Cuando los monjes viven en Dios, hacen descender la presencia divina sobre la tierra. El monasterio es una casa de Dios, una casa donde Dios está en su casa, una casa que no tiene otra razón de ser sino Dios y ayudar a los hombres a vivir en Dios. Pero ayudar a los hombres a vivir en Dios es intensificar la presencia de Dios.
La primera obra del monje es la oración. Los monjes recitan el oficio divino, la oración litúrgica de la Iglesia; la recitan juntos, en el coro, salmodiándola, o cantándola. San Benito califica el Oficio de Opus Dei, la obra de Dios. Es la obra de Dios por excelencia, pues la oración es la actividad por la que el alma se vuelve hacia Dios directamente, exclusivamente. La oración bien hecha fecunda todas las demás actividades.
La oración monástica es el Oficio celebrado en el coro. La oración personal, privada, silenciosa, prepara a cantar el Oficio en el espíritu que Dios pide, y sigue al Oficio en el curso del cual es el espíritu se fijó en Dios: lo central es el Oficio. Lo propio de la comunidad monástica es el lugar dado el Oficio.
Todos los que abordan el monasterio por primera vez quedan en seguida arrebatados por esta atmósfera de oración. Todo habla de Dios en la casa y todo lleva a Dios; las paredes hablan de algún modo de Dios.
La oración impregna todos los ejercicios comunes. Lo hemos hecho anotar más arriba, a propósito de las comidas. Toda la jornada está bajo el signo de recogimiento, es decir, de un silencio exterior que inclina al silencio interior, y de la lentitud que permite la concentración del espíritu.
Se tiene la impresión de que el tiempo no cuenta: lo que cuenta es encontrar a Dios, pues por esto están en el monasterio. Antes del Oficio los monjes se alinean lentamente en el claustro; al comer rezan largamente. La jornada se desarrolla así ritmada por la oración cumplida a placer, en el silencio. El monje no se apresura jamás cuando reza, porque la oración es el Opus Dei y es la respiración de su vida, la razón por la que vino al monasterio.
Se diría que el tiempo se detiene. Desde el día en que pasó la puerta del monasterio, el joven monje está en el estado en que permanecerá en adelante toda su vida. No es más que postulante, y habrá de franquear varios grados antes de ser definitivamente monje, en toda la madurez del monaquismo. Pero desde el primer día lleva el hábito que lo funde en la masa común; tiene su lugar en el coro y canta el Oficio divino que cantará hasta el fin de su vida; tiene su celda o su lugar en el dormitorio, y esto seguirá hasta que lo entierren entre los monjes en el cementerio del monasterio. Ya no tiene porvenir; ha abordado la orilla de un perpetuo presente en que todos los días se parecen y en que no tiene más que dejarse llevar de la ola que sube a Dios.
Esto es muy distinto de las otras vocaciones religiosas. El seminarista no entra en el seminario para quedarse, sino para salir. Pasa unos años de formación para emprender la vida sacerdotal, totalmente distinta de su vida de seminarista.
Tiene la mayoría de las veces prisa de ser ordenado, es decir, de salir del seminario, para acometer lo que le parece ser su verdadera vida.
Lo mismo ocurre con el noviciado de las órdenes apostólicas. No se entra en la Compañía de Jesús para pasar la vida en el noviciado. Este no es sino un tiempo de preparación con miras a una vida muy distinta. El monje entra en la familia monástica, y entra en ella para siempre. Sin duda hay algunas separaciones entre los novicios y los “profesos”, que son los monjes adultos, pero esta separación es como la de los padres y los hijo en un hogar; son de la misma familia, viven juntos, y aquí vivirán toda su vida juntos. Los viejos monjes encarnan la tradición; asisten al abad en el gobierno del monasterio; los monjes jóvenes se forman en la atmósfera de que los mayores son los artesanos. Esta atmósfera es, esencialmente, que hombres de generación en generación hayan vivido en Dios.
Esta es la más antigua de las tradiciones monásticas. Desde la aparición del monaquismo hasta el fin de la antigüedad se ve a los monjes jóvenes a colocarse bajo la dirección de un anciano. En el curso de los siglos esto se institucionalizó; el monje comienza por un noviciado; después cursa sus estudios bajo la dirección de monjes mayores. Las grandes líneas siguen siendo las mismas; la continuidad del monasterio se marca en el lento discurrir de las generaciones. Bajo el hábito, que será igual toda la vida, la edad desarrolla sus pliegues y el alma que vino al monasterio para encontrar a Dios se sumerge en El.
El monje llega a sacerdote. No ha de llegar a serlo necesariamente; no siempre lo fue; desde hace dos o trescientos años, lo es habitualmente. Pero antes es monje, y, sacerdote o no sigue siendo monje.
Hoy se inicia de nuevo una tendencia a que los monjes no lleguen todos a ser sacerdotes. Este movimiento obedece a varias causas; ¿se desarrollará? No lo sabemos. En todo caso, la misión esencial del monje-sacerdote no es el ministerio de las almas, sino el ministerio del sacrificio. La oración, que es el alma de su vida, se asocia entonces a la celebración del sacrificio eucarístico que ofrece en nombre de la Iglesia por el mundo.
Así, en este mundo que olvida a Dios o que le niega, o aun no concibe a Dios más que como el Todopoderoso del que hay que servirse en interés propio, el monje dice a Dios; es por excelencia el hombre de Dios; no tiene otra razón que Dios, el verdadero Dios, aquel en el que se encuentra todo bien y toda gloria. La oración que ocupa su vida es la oración de alabanza, esta oración de alegría que brota de ver que Dios existe, que es lo que es y que la gloria del mundo es que Dios exista.
El monje es esto. Su persona es como un dedo levantado hacia el cielo. Su ser da testimonio de Dios.
Algunos monjes, si leyeren esto, se sentirían confundidos, porque los monjes son modestos. Pensarían: “Nosotros deberíamos ser esto y quisiéramos serlo. Pero ¿los somos?”.
Si, hermanos monjes, lo sois. Lo sois a pesar de las algunas, debilidades y defectos que podáis tener individualmente. Sois hombres, seguís siendo hombres, todo lo que hay en el hombre subsiste en vosotros. Pero cuando entrasteis en el monasterio dejándolo todo fuera, porque queríais ser de Dios y buscabais una escuela del servicio del Señor, disteis a vuestra vida un giro que subsiste a través de los mil lances de la existencia.
Al cabo de algún tiempo en la monotonía de los días siempre iguales, tal vez ya no os dabais cuenta del relieve, pero los que abordan el monasterio, dejando el mundo por una horas o unos días, éstos reciben de lleno el impacto, no de vuestra persona que todo borra: el hábito, la tonsura, el porte, sino de vuestra vida, de la vida del monasterio, que no es otra que la de los monje que lo habitan.
Cuando el huésped llega, el hospedero lo acompaña a su celda y le invita a venir a la Iglesia para el Oficio. Allí, ante la lenta salmodia o el canto gregoriano, el hombre que viene del mundo se da cuenta de que el mundo se borra. El tiempo desaparece; no hay más que este fluir de los salmos en su inmovilidad moviente. Es como el mar en que las olas no cesan de sucederse y en que el conjunto da sin embargo una prodigiosa sensación de permanencia. Se está en la cumbre de la humanidad, en la cumbre detrás de la cual ya no hay más que el cielo y Dios...Abajo, la ciudad con su bullicio: un contrasentido.
Este no está escrito por un monje, pero sí por un hombre que conoce bien a los monjes y que puede medir lo que son para los demás.
(Traducido de Le message des monies á notre temps. París, Fayard, 1958, p. 84-94)
Por el Canónigo Jacques Leclercq
Ante todo, dejémonos de literatura. La palabra “monje” tiene una resonancia que agrada a un cierto número de hombres de letras, especialmente a aquellos que no saben lo que es. Entonces se califica de monje a todo hombre que lleva un hábito religioso. Pero “monje” tiene un sentido preciso, técnico, y esta palabra no se usa más que en la Iglesia Católica.
Acabamos de hablar de hábito religioso. La palabra “religioso” es el término genérico que designa a todos los que se consagran a Dios en la vida común, por una parte, y por otra que lo hacen por los votos llamados “de religión”: castidad, pobreza y obediencia. A principios de siglo, se hablaba también mucho (en Francia) de los “congregacionistas” y de “la Congregación”. Esta era un especie de fantasma, un atrapabobos para anticlericales eruptivos. “La Congregación” no existió jamás, pero existen congregaciones. Este es otro término técnico. En la Iglesia católica, se llaman congregaciones las agrupaciones religiosas de importancia secundaria. Es una noción jurídica, del Derecho canónico, que es el Derecho de la Iglesia. Las congregaciones son las agrupaciones religiosas de importancia secundaria y las agrupaciones principales son “órdenes”. El estatuto jurídico es distinto, pero estos son matices que sólo los iniciados conocen y cuya importancia sólo los interesados aprecian.
No todos los religiosos son monjes. Los monjes forman una categoría especial de religiosos . En nuestros días, están casi todos agrupados en la “orden monástica”, que es la orden benedictina.
Pero aquí también hay que ir con cuidado. La orden benedictina reúne a todos los religiosos que siguen la Regla de San Benito; pero hay varias órdenes benedictinas a la vez. Los principales son los que se llaman “benedictinos” o benedictinos negros, por una parte, “cistercienses” o benedictinos blancos, por otra parte. Y cada una de estas órdenes se subdivide, los benedictinos negros en “congregaciones” que adaptan la Regla de diversas maneras. En Francia, la congregación de Francia, que tiene su casa madre en Solesmes, agrupa la mayoría de las abadías francesas; pero la abadía de La Pierre-que-Vire y sus filiales forman parte de la congregación italiana de Subiaco... Los cistercienses forman dos órdenes, los cistercienses reformados, generalmente llamados “trapistas”, por el nombre de la abadía de la Trapa que en el siglo XVII fue la sede de una gran reforma, y luego los cistercienses no reformados, que prefieren llamarse cistercienses “de la común observancia”. Y hay aún otros grupos benedictinos que forman órdenes independientes, como olivetanos, los camaldulenses...
Todo esto es horrorosamente complicado. El profano se pierde aquí. Fijémonos sólo en que todos, cualquiera que sea el nombre que lleven, siguen la Regla de San Benito. Hoy día, el monje es el benedictino.
Y ahora ¿qué es un monje? La diferencia entre el monje y los otros religiosos es que el monje entra en el “monasterio”, la casa de los monjes, únicamente para buscar a Dios. Según la expresión de San Benito, el monasterio es “una escuela al servicio del Señor”; esto es todo. Se encuentra en el monasterio para servir a Dios, porque se desea servir a Dios, porque uno ve que servir a Dios es el único sentido razonable de la vida y lo deja todo por esto.
Todas las órdenes religiosas, es verdad, buscan el servicio del Señor, pero la mayoría lo buscan en una modalidad determinada. Por ejemplo, Santo Domingo, en el siglo XIII, fundó los Hermanos Predicadores, porque la gran necesidad de la época era predicar la palabra de Dios; igualmente, San Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, fundó la Compañía de Jesús para poner buenos sacerdotes al servicio de la Iglesia. El monje no busca nada de todo esto, por lo menos de modo principal. El busca a Dios; entra en la “escuela del servicio del Señor”; tal es su objetivo; y luego hará todo lo que se le mande.
Es pues, Dios únicamente y directamente lo que el monje busca. Uno se hace monje porque oye un día el llamado de Dios a buscarle sólo a El. En esta vocación, la llamada de Dios y servicio de Dios no aparecen envueltos en una forma definida del servicio de Dios, por ejemplo el ministerio sacerdotal o la enseñanza. Aparece en su desnudez. Uno se retira al monasterio para buscar a Dios: Esto basta.
El monje es pues un contemplativo; es el contemplativo en la Iglesia, Su vida no tiene otro sentido que buscar a Dios, y por esto entre en la escuela del servicio del Señor.
Buscar a Dios: Una expresión que no tiene sentido para la mayoría de los hombres. La mayoría no buscan sino los bienes de la tierra, y en primer lugar una vida lo más larga posible. Dios si admiten que existe, no es alguien que haya que buscar, sino algo que hay que utilizar. Se dirigen a El cuando tiene necesidad de algo; se le dicen algunas oraciones para estar más seguro; pero ¿buscar a Dios? ¿Qué sentido puede tener tal propósito? Estando yo un día en una abadía de trapenses un militante de acción católica que había venido a verme me dijo, un tanto inquieto por las largas horas de oración que los monjes pasaban en el coro: “¿Pero qué le podrán estar pidiendo a Dios durante todo este tiempo? Yo, cuando tengo algo que pedir, en un momento he concluido”.
Los monjes habitan “monasterios” o “casas de monjes” y los monasterios importantes son: “abadías” o casas dirigidas por un “abad”, superior nombrado de por vida y que gobierna al modo de un padre de familia.
Pues un monasterio es esencialmente una familia, una familia religiosa. El monje entra en un monasterio y lo hace para siempre No entra en la orden, dispuesto a ser enviado de una casa a otra según las necesidades del ministerio, tal como se hace en la mayoría de las órdenes. Entra en una casa, en una familia monástica, a fin de pasar en ella la vida buscando a Dios.
Un monasterio, una abadía: si va usted una Abadía, no hable de “convento”; es una incorrección, algo así como si hablara usted de “posada” a propósito de un hotel de 300 habitaciones.
La abadía es una familia monástica, o también una ciudad de Dios. Los conventos, en las demás órdenes, son generalmente casas de dimensiones reducidas, bases de acción que cuentan con 10 a 20 religiosos. “Convento” es el término genérico; viene del latín conventus, que designa una casa donde se vive en comunidad. En este sentido, la abadía es un convento; pero entre los conventos es una casa muy particular. No es un punto de partida de acción apostólica, es una casa de familia, no se entra en ella para actuar sobre el mundo, sino para obrar sobre sí mismo, escuela del servicio del Señor.
Por esto los monasterios se encuentran en general en lugares desiertos. No buscan un ambiente humano para trabajar sobre él, sino la soledad donde puedan trabajarse a sí mismos y buscar a Dios. El ideal del monasterio es formar un todo autosuficiente y en donde pueda vivirse olvidando que el mundo existe. En los trapenses especialmente, que miran de seguir a la letra las prescripciones de San Benito, la jornada termina a las 7 de la tarde y comienza a las 2 de la madrugada. Cuando se pasa con ellos algún tiempo, uno acaba perdiendo el sentido del horario que se observa en el mundo. Incluso no siguiendo el de los monjes más que muy de lejos, uno llega a tener poco a poco la impresión, hacia las 9 de la noche, de que es muy tarde y tendría que esta ya acostado, y si se levanta a las 5 de la mañana tiene la impresión de que se le pegaron las sábanas de modo vergonzoso...
Pero el monasterio no se hizo para los que salen de él. Cuando se entra en él, es por toda la vida y el monasterio vive sobre sí mismo, pues es una escuela del servicio del Señor y el mundo es una escuela del servicio del cualquier cosa menos del Señor. Así el ideal del monasterio es formar lo que se llama en economía una “empresa completa”, una entidad espiritual y material que se basta a sí misma. Los novicios hacen el noviciado en el monasterio; los monjes jóvenes cursan sus estudios en el monasterio; antiguamente el monasterio producía todo cuanto le hacía falta para vivir, no sólo espiritualmente, sino materialmente; y los monasterios eran enormes. Contaban a veces centenares o hasta varios miles de monjes. Hoy se ha vuelto de proporciones más modestas, pero para que un monasterio sea capaz de asegurar a sus monjes el conjunto de lo que le das de proporcionar, sigue siendo deseable que congregue alrededor de un centenar de monjes. En muchos monasterios se encuentra todavía un hermano sastre que hace los hábitos, un hermano zapatero para el calzado, un hermano encuadernador para la biblioteca. Sin embargo, la economía de nuestro tiempo obliga a comprar más cosas fuera. Los hábitos ya no se hacen en lana de las ovejas del monasterio, hilada y tejida en casa....
Los monasterios son, pues, grandes casas. Aquí, otra vez, cuidado con las palabras: monje viene del griego monos, que significa solo. Etimológicamente, pues, es solitario, y el monasterio sería, cosa curiosa, una casa que reúne solitarios. Y el solitario es lo que llamamos un ermitaño. En los primeros siglos de la vida religiosa, se distinguió la vida eremítica de la cenobítica. Cenobítica viene del griego Koinós que quiere decir común. Los monjes viven en común; son cenobitas. ¿Cómo son, pues solitarios? Sin duda, porque entran en el monasterio para encontrar una escuela del servicio del Señor. Se va a la escuela para sí mismo; no se va instruir a los compañeros. El monje entra en el monasterio para buscar a Dios. Esto es todo; no entra para asociarse a una obra.
Y sin embargo, la abadía es una obra, como toda familia. Lo es en el más alto grado; irradia a Dios en el mundo; proclama a Dios; es en sí misma una afirmación de que nada tiene valor en el mundo si no es por Dios, en Dios, y que lo más necesario de todo es manifestar la primacía de Dios. Pero el joven, o incluso al anciano que se hace monje, no es esto lo que interesa. El busca una escuela al servicio del Señor, una escuela en que se le enseñará a servir al Señor, a alabarle dignamente, una casa donde vivirá en el Señor.
Se tiene una imagen de esto al asistir a un oficio en un monasterio fervoroso. Los monjes entran lentamente, en larga procesión, de dos en dos, con las manos en las mangas, bajos los ojos. Nadie vuelve los hacia la nave. Esta puede estar llena de príncipes o de arzobispos, o, en nuestros días, de presidentes o sindicatos o de ministros; ningún monje se aparta de su oración interior.
Otra imagen se halla en las comidas en el refectorio, donde los monjes reciben con facilidad a los huéspedes. Se empieza por una larga oración salmodiada; se continúa por una lectura y se termina otra vez por una larga oración. Entretanto, se sirvieron unos platos. Cuestión accesoria; es el Señor lo que se busca; es del Señor de quien se ocupan.
La vocación monástica. Yo era profesor de tercero de latín y había estado hablando de la oración a mis alumnos. Algún tiempo después, uno de ellos, un muchacho de catorce años, me vino a ver y me dijo: “Quisiera aprender a orar”. Después ya no le vi más. Un día, me lo encontré que había terminado la retórica y le pregunté que iba a hacer. “Entro al seminario”, me dijo. “Vaya – respondí - creí que iba usted a hacerse benedictino” . Pareció muy sorprendido. “Nunca he pensado en ello”. Hay que añadir que estábamos en un colegio episcopal, que había vivido siempre entre sacerdotes diocesanos y que tenían un hermano en el seminario.
Entró en el seminario, estuvo allí varios años. Poco antes de ordenarse, vino a verme otra vez. “Tenía usted razón – me dijo – entraré en los benedictinos”.
La vocación monástica es una vocación bastante rara, porque la vocación no se presenta generalmente bajo esta forma desnuda. Toda vocación religiosa es vocación a consagrarse a Dios; pero la mayoría de las veces esta vocación está envuelta en un deseo de apostolado, de ir a las almas, de servir a la Iglesia en sus obras. Los monjes apenas pasan de 20.000 en el mundo entero, en tanto que los sacerdotes diocesanos son más de 40.000 en solo Francia. Y hay 40.000 franciscano, 30.000 jesuitas, etc.
¿El monje no hace, pues, más que rezar? No, hace de todo, pero de un modo especial y ante todo reza, porque es por la oración que se forma y se manifiesta esencialmente la unión con Dios. Pero luego se entrega a todas las obras que el servicio del Señor le pide.
En el capítulo IV de la Regla, San Benito enumera los “instrumentos de las buenas obras”. Son todas las formas de actividad benéfica concebibles. Añade tan sólo: “Pero el taller en que debemos trabajar diligentemente con todos estos instrumentos, es el claustro del monasterio con la estabilidad en la comunidad”.
El monje que vive en Dios se entrega a todas las obras de perfección que Dios le pide, pero en su casa: acoge todas las necesidades espirituales y materiales; pero las obras no son más que el desagüe por donde rebosa su en Dios. En Dios está su espíritu y su corazón; hacia Dios dirige su mirada. “Buscad el reino de Dios y su justicia; el resto se lo dará por añadidura”. El monje busca a Dios; es por la búsqueda de Dios que vino al monasterio. Cuando se busca a Dios, se busca al reino de Dios; y cuando se busca el reino de Dios, se busca la justicia de Dios; el resto viene por añadidura. El resto es un espíritu, es un clima, un ambiente, una atmósfera, que sopla desde el monasterio y se difunde por el mundo. ¿Cómo? No sabríamos decirlo. Sin duda por aquellos que vienen al monasterio y hablan de él. ¡Cuántos libros cuentan las impresiones de huéspedes de los monasterios y se difunde por el mundo! Y también porque la gracia se esparce por el mundo por un soplo espiritual que los ojos del cuerpo no ven y que los oídos del cuerpo no oyen.
Cuando los monjes viven en Dios, hacen descender la presencia divina sobre la tierra. El monasterio es una casa de Dios, una casa donde Dios está en su casa, una casa que no tiene otra razón de ser sino Dios y ayudar a los hombres a vivir en Dios. Pero ayudar a los hombres a vivir en Dios es intensificar la presencia de Dios.
La primera obra del monje es la oración. Los monjes recitan el oficio divino, la oración litúrgica de la Iglesia; la recitan juntos, en el coro, salmodiándola, o cantándola. San Benito califica el Oficio de Opus Dei, la obra de Dios. Es la obra de Dios por excelencia, pues la oración es la actividad por la que el alma se vuelve hacia Dios directamente, exclusivamente. La oración bien hecha fecunda todas las demás actividades.
La oración monástica es el Oficio celebrado en el coro. La oración personal, privada, silenciosa, prepara a cantar el Oficio en el espíritu que Dios pide, y sigue al Oficio en el curso del cual es el espíritu se fijó en Dios: lo central es el Oficio. Lo propio de la comunidad monástica es el lugar dado el Oficio.
Todos los que abordan el monasterio por primera vez quedan en seguida arrebatados por esta atmósfera de oración. Todo habla de Dios en la casa y todo lleva a Dios; las paredes hablan de algún modo de Dios.
La oración impregna todos los ejercicios comunes. Lo hemos hecho anotar más arriba, a propósito de las comidas. Toda la jornada está bajo el signo de recogimiento, es decir, de un silencio exterior que inclina al silencio interior, y de la lentitud que permite la concentración del espíritu.
Se tiene la impresión de que el tiempo no cuenta: lo que cuenta es encontrar a Dios, pues por esto están en el monasterio. Antes del Oficio los monjes se alinean lentamente en el claustro; al comer rezan largamente. La jornada se desarrolla así ritmada por la oración cumplida a placer, en el silencio. El monje no se apresura jamás cuando reza, porque la oración es el Opus Dei y es la respiración de su vida, la razón por la que vino al monasterio.
Se diría que el tiempo se detiene. Desde el día en que pasó la puerta del monasterio, el joven monje está en el estado en que permanecerá en adelante toda su vida. No es más que postulante, y habrá de franquear varios grados antes de ser definitivamente monje, en toda la madurez del monaquismo. Pero desde el primer día lleva el hábito que lo funde en la masa común; tiene su lugar en el coro y canta el Oficio divino que cantará hasta el fin de su vida; tiene su celda o su lugar en el dormitorio, y esto seguirá hasta que lo entierren entre los monjes en el cementerio del monasterio. Ya no tiene porvenir; ha abordado la orilla de un perpetuo presente en que todos los días se parecen y en que no tiene más que dejarse llevar de la ola que sube a Dios.
Esto es muy distinto de las otras vocaciones religiosas. El seminarista no entra en el seminario para quedarse, sino para salir. Pasa unos años de formación para emprender la vida sacerdotal, totalmente distinta de su vida de seminarista.
Tiene la mayoría de las veces prisa de ser ordenado, es decir, de salir del seminario, para acometer lo que le parece ser su verdadera vida.
Lo mismo ocurre con el noviciado de las órdenes apostólicas. No se entra en la Compañía de Jesús para pasar la vida en el noviciado. Este no es sino un tiempo de preparación con miras a una vida muy distinta. El monje entra en la familia monástica, y entra en ella para siempre. Sin duda hay algunas separaciones entre los novicios y los “profesos”, que son los monjes adultos, pero esta separación es como la de los padres y los hijo en un hogar; son de la misma familia, viven juntos, y aquí vivirán toda su vida juntos. Los viejos monjes encarnan la tradición; asisten al abad en el gobierno del monasterio; los monjes jóvenes se forman en la atmósfera de que los mayores son los artesanos. Esta atmósfera es, esencialmente, que hombres de generación en generación hayan vivido en Dios.
Esta es la más antigua de las tradiciones monásticas. Desde la aparición del monaquismo hasta el fin de la antigüedad se ve a los monjes jóvenes a colocarse bajo la dirección de un anciano. En el curso de los siglos esto se institucionalizó; el monje comienza por un noviciado; después cursa sus estudios bajo la dirección de monjes mayores. Las grandes líneas siguen siendo las mismas; la continuidad del monasterio se marca en el lento discurrir de las generaciones. Bajo el hábito, que será igual toda la vida, la edad desarrolla sus pliegues y el alma que vino al monasterio para encontrar a Dios se sumerge en El.
El monje llega a sacerdote. No ha de llegar a serlo necesariamente; no siempre lo fue; desde hace dos o trescientos años, lo es habitualmente. Pero antes es monje, y, sacerdote o no sigue siendo monje.
Hoy se inicia de nuevo una tendencia a que los monjes no lleguen todos a ser sacerdotes. Este movimiento obedece a varias causas; ¿se desarrollará? No lo sabemos. En todo caso, la misión esencial del monje-sacerdote no es el ministerio de las almas, sino el ministerio del sacrificio. La oración, que es el alma de su vida, se asocia entonces a la celebración del sacrificio eucarístico que ofrece en nombre de la Iglesia por el mundo.
Así, en este mundo que olvida a Dios o que le niega, o aun no concibe a Dios más que como el Todopoderoso del que hay que servirse en interés propio, el monje dice a Dios; es por excelencia el hombre de Dios; no tiene otra razón que Dios, el verdadero Dios, aquel en el que se encuentra todo bien y toda gloria. La oración que ocupa su vida es la oración de alabanza, esta oración de alegría que brota de ver que Dios existe, que es lo que es y que la gloria del mundo es que Dios exista.
El monje es esto. Su persona es como un dedo levantado hacia el cielo. Su ser da testimonio de Dios.
Algunos monjes, si leyeren esto, se sentirían confundidos, porque los monjes son modestos. Pensarían: “Nosotros deberíamos ser esto y quisiéramos serlo. Pero ¿los somos?”.
Si, hermanos monjes, lo sois. Lo sois a pesar de las algunas, debilidades y defectos que podáis tener individualmente. Sois hombres, seguís siendo hombres, todo lo que hay en el hombre subsiste en vosotros. Pero cuando entrasteis en el monasterio dejándolo todo fuera, porque queríais ser de Dios y buscabais una escuela del servicio del Señor, disteis a vuestra vida un giro que subsiste a través de los mil lances de la existencia.
Al cabo de algún tiempo en la monotonía de los días siempre iguales, tal vez ya no os dabais cuenta del relieve, pero los que abordan el monasterio, dejando el mundo por una horas o unos días, éstos reciben de lleno el impacto, no de vuestra persona que todo borra: el hábito, la tonsura, el porte, sino de vuestra vida, de la vida del monasterio, que no es otra que la de los monje que lo habitan.
Cuando el huésped llega, el hospedero lo acompaña a su celda y le invita a venir a la Iglesia para el Oficio. Allí, ante la lenta salmodia o el canto gregoriano, el hombre que viene del mundo se da cuenta de que el mundo se borra. El tiempo desaparece; no hay más que este fluir de los salmos en su inmovilidad moviente. Es como el mar en que las olas no cesan de sucederse y en que el conjunto da sin embargo una prodigiosa sensación de permanencia. Se está en la cumbre de la humanidad, en la cumbre detrás de la cual ya no hay más que el cielo y Dios...Abajo, la ciudad con su bullicio: un contrasentido.
Este no está escrito por un monje, pero sí por un hombre que conoce bien a los monjes y que puede medir lo que son para los demás.
(Traducido de Le message des monies á notre temps. París, Fayard, 1958, p. 84-94)
Gracias por el texto, iluminador.
ResponderEliminarEste proceso busca proveer un espacio para aquellos que desean santificar su vida por medio de la oración y la contemplación del Misterio de Cristo, pero que no pudiendo ir a la soledad de las montañas permanecen en la ciudad. Junto a otros, si es de Dios, podremos sentarnos a soñar y planear como hacer realidad una nueva familia religiosa que esté orientada principalmente a la contemplación y a la oración sin descuidar los pequeños apostolados personales a desarrollar en la parroquia donde se establezca la casa familiar, en una apertura necesaria que busque mostrar al Pueblo de Dios un estilo de vida comunitario, sencillo, casto, pobre, solidario, obediente y profundamente respetuoso de la dignidad de la persona humana, yendo a contracorriente de los valores del mundo actual que proponen la felicidad desde el individualismo a ultranza, la promiscuidad sexual, la acumulación de bienes y el egoismo autosuficiente que no tiene compasión del hermano que sufre. Para garantizar fidelidad a la Voluntad del Señor se deberá permanecer en continua comunicación y plena disposición con el párroco y el Obispo Diocesano de la jurisdicción.
ResponderEliminarOtros valores contraculturales a vivir y proponer podrían ser: el silencio y la escucha del hermano; la soledad orante; obtener el sustento mediante un trabajo a medio tiempo que deje espacio para la oración, el apostolado y el descanso; la guarda de los sentidos, etc. La tradición de la vida monacal nos puede ir mostrando los valores a vivir pero adaptados a la ciudad (llamada acertadamente “el nuevo desierto”) y todo esto en medio de barrios populares o lugares donde el unico testigo de la esperanza son los medios de comunicación masiva que muestran como único estilo de vida vigente el de los ricos y famosos. La vida contemplativa en medio de la Ciudad, entonces, no estaría escondida en demasía de la vista del Pueblo de Dios, por el contrario estaría presente en el mundo y entre la gente para poder llevar la vida, sufrimientos y esperanzas de los fieles ante los pies del Señor en la celebración de la Eucaristía y el rezo de la Liturgia de las Horas.
La propuesta apunta a hombres adultos, desde los 20 años, que habiendo salido de la vida religiosa o que sin conocerla sienten el llamado profundo a buscar a Cristo en la oracion, la vida comunitaria a la luz de los consejos evangelicos y cierta vida escondida en medio del Pueblo de Dios.
Ahora, como sería esta presencia en medio de la barriada y la vida de la comunidad parroquial? Los interesados ingresen al blog y contactenos para empezar a caminar juntos.